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El sagrado rostro de Mickey y las orejas de ratón de San Pedro


He de reconocer que de pequeño me gustaba más ver la tele que dibujar. Incluso veía la tele mientras dibujaba.

Todo lo que he aprendido de esto ha sido fruto de una mala combinación, como mezclar vino y leche. No estoy en contra de mezclar cosas, todo lo contrario, pero esta en concreto te suelta la barriga.

Supongo que dibujaba de pequeño porque era gratis y no molestaba a nadie.

El caso es que sin ser consciente de ello, uno de pequeño y de forma inocente, copia aunque no entienda bien lo que está haciendo. 

El acto de dibujar se puede entender como un instrumento para conocerse y conocer nuestro entorno. Con los años y rescatando los dibujos que hice de pequeño puedo percibir un acto de obediencia a un ser edulcoradamente estúpido. No por el hecho de ser malos, que lo eran, sino por los impulsos o motivaciones para dibujar ciertos temas de forma repetida.

En la facultad de Bellas Artes escuché una vez a un pintor que aprendió el concepto del arte dibujando la misma piedra una y otra vez en distintos ángulos. Yo sonreí con esa soberbia que te da la ignorancia. Yo aprendí a dibujar copiando la cara de Mickey y siempre del mismo ángulo, solo le cambiaba la expresión; risa, sonrisa o carcajada. 

Una piedra no hace eso, o eso pensaba yo. - Mal no hace - diría mi madre - sigue coloreando y no te salgas de la línea que está precioso. Y estas cosas de que “mal no hacen a nadie” son, “a día de hoy”,  las que me hacen sospechar. 

“A día de hoy” creo sinceramente que dibujar el rostro de Mickey mató cualquier atisbo de liberación creativa que pudiera tener, o mejor dicho, mató directamente mi espíritu aventurero, a traición, como un asesino cobarde y embustero. 

Una de las cosas buenas que tiene el dibujo es que puedes diseñar tú las reglas del juego, es un verso libre, no tienes que seguir las pautas marcadas por nadie. 

Cualquiera mataría por ver el rostro iluminado, líquido y hermosamente diluido de San Pedro abriendo las puertas del cielo, y no el rostro bien perfilado de Mickey que ilumina tu mente de tal forma que no deja ver otra cosa. Una vez se mete dentro no sale. Estoy seguro que la última imagen que vea antes de morir será la de este ratoncito cabrón diciéndome adiós con su manita de cuatro dedos. 

Cuánto echo de menos dibujar en aquellos días en los que salirse de la línea no era pecado.

La fuga, llegados a este punto, es deshacer el rostro, diluirlo en ácido, encontrar o hacer que surja la piedra bajo el rostro. Hay que conseguir que emerja la figura animal, salir de la madriguera hacia nuevos paisajes dispares e incluso contradictorios. Hay que buscar el conflicto, romper los escaparates con esas piedras pintadas por artistas borrachos y borrar el rostro para comenzar a dibujar cabezas lúcidas y hermosamente diluidas de todos los San Pedros del mundo. 

Ese es el comienzo.