Cerca de donde vivo hay un cartel que no se ha movido en ocho años. Está en un quiosco del final de la calle San Jacinto, bajo un cristal. Entiendo que el quiosco cerró y se quedó ahí, olvidado, como una cápsula accidental del tiempo. El cartel pertenece al 15 Festival de Cine Europeo de Sevilla. En él aparece un chico con gesto de boxeador, levantando los puños, dispuesto a entrar en pelea*.
Todo a su alrededor ha ido cambiando pero él sigue, como si no le hubieran avisado de que la pelea ya acabó. En una época donde todo se hace viejo en semanas, su persistencia es un error técnico, una broma del tiempo que no avisa.
En un mundo que mide el éxito en términos de visibilidad instantánea, ese cartel permanece: una imagen que sobrevive sin audiencia, sin actualización, sin propósito. Una especie de olvido analógico que permanece.
El diseño vive, aunque siempre ha sido un poco así, en un estado de pelea constante. No lucha para ganar combates, sino para buscar un espacio idóneo donde hacer su pelea. El ritmo se ha acelerado y nos hemos habituado a ir con prisa. El espacio se ha reducido en tiempo y lo que antes duraba 12 o 15 asaltos ahora lo tienes que hacer en 3. Los “tiempos de combate” se han reducido a resúmenes de los momentos estelares en youtube. Estamos entrenados para soportar cambios rápidos de escenario y a su vez acumular cada vez más tiempo de visionado frente al escaparate.
El diseño contemporáneo ha asumido la lógica del contenido: existe porque tiene que seguir existiendo. Si un día no publicas, desapareces. Si no produces, dejas de contar. Y así, la visibilidad se convierte en una especie de respiración artificial: mantenerte conectado para que el juez árbitro no te declare fuera de combate.
Diseñar con los puños no significa dar hostia como panes sin descanso, sino defender la calidad como si fuera una especie en peligro de extinción. Seguir apostando por el proceso, por el estudio, por la mirada crítica. No porque sea rentable, sino porque es la única manera de seguir sintiendo que lo que hacemos tiene sentido.
No quiero ser absorbido y utilizado por la máquina. La IA importa en el proceso, te ayuda al igual que un pincel te ayuda a no pintar siempre con las manos, pero nunca te dice lo que tienes que pintar. De lo contrario estamos ante peleas amañadas de antemano.
La calle ya no necesita carteles; tiene pantallas, tiene sus mupis, banderolas, sus espacios limpios y bien diseñados para estos. Estos espacios están hechos como redes para que todo circule de forma ágil. La calle no necesita carteles mal pegados que ensucian paredes y escaparates.
El cartel no puede competir. Su tiempo ya no es el nuestro. Ya casi nadie hace carteles para la calle. Seguimos haciendo carteles para no tener que admitir que ya no sirven. Como quien sigue usando una máquina de escribir porque cree que así escribe mejor.
No diseñamos ya para el público, no buscamos comunicar, buscamos ser vistos. A veces tengo la sensación de que diseñamos por miedo. Miedo a no aparecer, a no estar, a no actualizar. La ansiedad de la presencia se ha convertido en la nueva estética.
Frente a ese miedo, el cartel representa lo contrario de la ansiedad: el accidente. No está pensado para durar. No consigue likes. No se comparte. Sin embargo sobrevive su encanto porque escapa del control. Nadie puede medir su alcance. No hay analítica que calcule cuántos lo vieron, ni cuánto influyó. Su éxito, si existe, es indetectable. Y eso lo convierte en una forma bella de resistir. En una época obsesionada con los datos, el cartel es un agujero negro: no devuelve información. Solo está ahí, peleando en la calle.
Diseñar con los puños es una manera de recordar que el diseño no es solo un proceso técnico, sino una posición. Mostrar los puños, en el fondo, no es desafiar al enemigo, sino recordarse a uno mismo que aún queda cuerpo. Que todavía hay manos, ritmo, piel para aguantar los golpes. Porque de esa fricción nace la calidad de un trabajo bien hecho.
El objetivo es buscar espacios donde trabajar. Llevar el diseño a donde no se espera: al cuerpo, al sonido, al silencio, a la conversación. Si el cartel ya no tiene una pared para ser pegado, puede dedicarse a otra cosa: a existir. A ser un trozo de imagen que no vende, pero que mira. A ser, simplemente, una excusa para recordar que el diseño puede tener presencia sin ser útil.
Defender la calidad en tiempos de cantidad es casi una provocación. No se trata de hacer “mejor diseño”, sino de no dejar que el diseño se convierta en ruido. La calidad no es un valor estético, sino una forma de resistencia. Hacer menos y mejor no tiene glamour, ni reconocimiento. Pero es una manera de no rendirse a la lógica de la saturación.
El cartel del chico boxeador no sobrevivió porque alguien lo cuidara, sino porque nadie se molestó en quitarlo. Y en esa indiferencia encontró su oportunidad. Lo que iba a durar unas semanas lleva ocho años retándonos con los puños en alto. No hay estrategia posible para eso. Solo azar, insistencia y una especie de fe absurda en la persistencia de la imagen. No comunica nada útil, y por eso dice tanto.
Quizá diseñar hoy consista en eso: en seguir levantando los puños aunque no sepamos contra quién. Pelear sin saber, pero siempre dispuestos. Porque el diseño, al final, no desaparece: se transforma en su propio combate de resistir lo que venga.
https://martinsati.com/es/work/panika
* Cartel del 15 Festival de Sevilla del Cine Europeo de 2018. La imagen corresponde a un fragmento de la película de Roy Andersson “Una historia de amor Sueca”